En cierto sentido, América no existe. O para ser más exactos, no existe más que como reflejo europeo,
como respuesta a una obsesión suya. En cierto sentido, América existe. Y, al menos en el mundo moderno, existe más que ninguna otra cosa, pues existe como residuo irreductible, como conato, como algo que persevera en su ser y que, aun siendo este un ser irreversiblemente híbrido, impreciso -vale decir, esencialmente
mestizo-, infunde así sus renovadas energías a Occidente.